Creo que todo empezó en la primavera del 64. Acabábamos de salir del colegio para ir a comer a casa, así que sería sobre la una de la tarde, el cielo estaba espectacular: fondo azul intenso cuajado de nubes de algodón blancas que parecían lunares sobre una tela. Recuerdo que éramos tres los que nos tumbamos en la hierba para observar ensimismados las nubes.
Desde un principio todo resultó fascinante. Hablábamos sin parar de señalar con el dedo índice a una y otra nube con el fin de compartir con los demás nuestras visiones.Me impresionó la visión de un barco que navegaba por rutas imposibles y encontramos varios animales, algunos de ellos perfectos, sobre todo un conejo blanco. Pasados unos minutos nos quedamos en silencio y no sé los demás, pero yo llegué a un grado de concentración muy alto y conseguí sentir por primera vez lo que era estar subido en una de las nubes. Llegué, incluso a caminar sobre ella e intenté saltar a otra pero no me atreví porque no tenía experiencia en esto de andar por las nubes y pensé que podía haber un accidente no deseable. No estuve mucho tiempo allí pero sí lo suficiente para quedar atrapado por la experiencia el resto de mi vida.
Años más tarde, la primera vez que volé en avión por encima de un mar de nubes creí reconocer aquella sobre la que había caminado años antes y tuve un irrefrenable deseo de saltar y volver a disfrutar de la sensación que había sentido entonces.
Pasados los años sigo mirando nubes pero ahora me resulta mucho más difícil, por no decir imposible, subirme en una de ellas. Supongo que son cosas de la edad, como la presbicia, así que me conformo con ser coleccionista de nubes, que no es lo mismo pero que tampoco está mal.